En estas confesiones de un poeta borracho doy rienda suelta a mis perversiones más profundas como la poesía, bien creativa, bien íntima; la escritura de relatos cortos, la poesía en la música, reseñas de cine, la literatura, el arte o la pintura.
A mi querida amiga Lorena, pues sin ella este cuento no hubiera sido posible.
Había una vez un niño que creía en las hadas y en los cuentos, porque la magia en los libros siempre existía.
Un buen día, al niño se le cayó su primer diente, lo cogió con mimo, y lo depositó con delicadeza bajo su almohada. Colocó un trocito de queso sobre la mesilla de noche para que el Ratoncito Pérez se lo comiera cuando viniera a llevarse su diente a cambio de unas monedas; esa noche soñó con tener un hámster para cuidarlo, alimentarlo, y jugar con él.
Cuando despertó a la mañana siguiente
Hoy vengo con Canino, del griego Yorgos Lanthimos, una película a la que le tenía muchas ganas, pues siempre es una de las más citadas dentro del conjunto de películas raras.
Toda la obra resulta bastante desconcertante, aun después de entender todo; sin embargo mantiene una atmósfera extrañamente fría, inexpresiva, con una banda sonora ausente, abunda el blanco y los colores pastel, contrastando con el rojo de la sangre. Esto recuerda a la locura del pabellón psiquiátrico, al tedio de los días; ambas obras no guardan excesiva relación, más allá de atmósferas opresoras y del control mental que se pretende ejercer por distintos medios, sin embargo, el cuco siempre revolotea. Canino comienza con tres hermanos, una clase de idiomas grabada en casete, y con sexo,
El espantapájaros se ha convertido en un símbolo social, se ha usado para hablar de la soledad, Lyman Frank Baum, autor original del cuento El Mago de Oz, lo utilizó para buscarle un corazón, y después Victor Fleming lo inmortalizó en imágenes; otros lo han utilizado como un elemento terrórífico, en cualquier caso, todas las adaptaciones giran un poco sobre lo mismo.
Nos valdremos del tema de 091 para enfocar el tema de la soledad.
Veamos primero el vídeo, y mientras escuchamos podemos leer la letra.
Rabbits no es una película, ni tampoco es un medio metraje, sus cuarenta y cinco minutos son, en verdad, un experimento, un experimento que consiste en coger los elementos que componen un discurso dramático y mezclarlos aleatoriamente, bueno, no tan aleatoriamente, pues tienen una finalidad.
En la Grecia clásica, Aristóteles, en su Poética, nos habló de que el arte tenía que ser verosímil, y que era preferible lo imposible verosímil a lo posible pero inverosímil. Este axioma, fundamental en la teoría aristotélica del arte, tiene como objetivo, aparte del decoro lingüístico, la coherencia, la lógica, la adecuada estructuración para que nuestro cerebro sea capaz de asimilar los estímulos sin que se produzcan asonancias: elementos que están fuera de lugar y que producen ruido, es decir, entorpecen el objetivo final de la obra: su comprensión.
Pues bien, entrando en detalle de la obra, no aparecerán "arruinadores de argumento" sencillamente porque Rabbits carece de argumento; nos hallamos en el periodo entre Mullholand Drive e Inland Empire, parte de las escenas aparecerán después en esta última, por lo que si la habéis visto, ya sabréis que la película es un festival onanístico del ego de Lynch; de Mullholand Drive aún se podría derivar un análisis global de cierta coherencia, pero en Rabbits eso ya desaparece, podemos pensar en una metáfora sobre lo que sienten las cobayas mientras están en una jaula esperando que les llegue el turno de ser partícipes en el experimento. Esta teoría es interesante, pues nos encontraríamos con los dos planos experimentales:
Cuando despertó, el dinosaurio todavía estaba allí Augusto Monterroso
Siempre recordaré las palabras que un día mi abuela me dijo cuando yo apenas era un niño: «nunca te fíes de los hombres que visten de traje, menos aún si son jóvenes, no les abras si un día llaman a tu puerta, tratarán de venderte pastillas para el dolor, insecticidas para los sueños, te hablarán con palabras elocuentes y te dirán que los dinosaurios no existen, que ya no están».
Sí, recuerdo muy bien aquellas palabras,
Jon Juaristi, Bilbao 1951, es un poeta vasco que si bien es muy conocido y reconocido entre los grandes aficionados a la poesía, quizá no sea el poeta más popular de todos dentro de los aficionados normalitos como servidor.
El estilo de Jon Juaristi lo podemos enmarcar dentro de esa etiqueta tan absurda como es la de la poesía de la experiencia, en la que destaca la figura de Luis García Montero, de quién ya hablamos hace poco y que puedes revisar en este enlace: Decdicatoria, canciones de L. G. Montero. Y es por esta etiqueta que hago mención a la popularidad, sin ánimos de comparar a Juaristi con Montero, grandes amigos pero estilos diferentes, aunque ambos hablen de sus experiencias y a ambos se les meta bajo un mismo paraguas.